Poldy Bird

 

Nació en 1941 en Paraná, provincia de Entre Ríos, pero desde niña vivió en Buenos Aires. Sólo tenía ocho años cuando su madre murió a causa de un accidente de tren. Por supuesto, ese trágico episodio marcó su vida, pero también signó su destino literario. “Mi mamá era escritora y yo heredé esa vocación”, expresó Bird en una oportunidad.

Poldy BirdCinco años después de ese hecho ganó un concurso de poesía. A los 16 años, ya había publicado su primer cuento y, a los 17, comenzó a publicar, de forma profesional, poemas y colaboraciones en importantes revistas y suplementos literarios, tanto argentinos como del exterior.

Además de escribir relatos dirigidos hacia niños y jóvenes, se desempeñó como directora de la revista “Vosotras”, a la que convirtió en líder de las publicaciones femeninas. Por su gran capacidad literaria, la escritora argentina ha sido reconocida con varios galardones internacionales, entre los que se destacan el Santa Clara de Asísy el Premio Mundial Consagración de la Literatura.

Entre sus obras más famosas se encuentran “Cuentos para Verónica” (en honor a su primera hija), “Cuentos para leer sin rimel”“Nuevos cuentos para Verónica” y “Cuentos con niebla”. En relación a ese primer libro inspirado en su hija, algunas fuentes aseguran que es una de las publicaciones argentinas más vendidas luego del “Martín Fierro”, con un envidiable récord de 2.000.000 de ejemplares vendidos sólo en su país de origen. Además, lo señalan como el “primer libro argentino traducido al japonés”.

Durante los últimos tiempos, Poldy Bird se desempeñó como colaboradora en distintos medios gráficos y radiales, entre los que se destacan la revista argentina “Única” y “Radio Miami”, de Estados Unidos.



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LOS NIÑOS TIENEN MIEDOpor Poldy Bird 

Una arropa a este niño,

lo abraza,

pone los labios sobre su frente para ver si tiene fiebre,

llama al médico. . .

"le duele la barriga,

tiene tos, . . . "

 

Se te anudan las tripas porque a este niño amado le duele la cabeza.

 

Ha faltado a la escuela.

 

Le silba un poco el pecho. . .

 

Una abraza a este niño y ruega a Dios que todos sus dolores se pasen a tu cuerpo.

 

Por el cielo de afuera pasa una nube blanca que parece una oveja.

 

Por el cielo de adentro ángeles invisibles se hamacan en el aire con olor a manzanas

y amasan,

como si fuera plastilina,

las notas de la música que baila por la casa.

 

Allá no hay cielo.

 

Allá.

 

Donde los chicos esperan el rayo de metal que los parta en pedazos.

 

Allá,

donde les enseñan a usar una escafandra que los disfraza de monstruos.

 

Y a aplicarse inyecciones entre ellos...

 

Y ya no lloran de hambre,

ni de frío,

ni de dolor...

sino de miedo.

 

Los niños tienen miedo.

 

Los han amenazado...

señores con trajes impecables y corbatas bonitas.

 

Señores que no parecen seres de otros planetas.

 

Tienen dos ojos inexpresivos.

 

Tienen la boca que pronuncia con desdén las palabras.

 

Tienen apuro por comenzar la guerra

porque estas armas de hoy están ocupando el lugar que ya está destinado

para las armas nuevas,

que fabrican con prisa.

 

Esos señores no tienen emociones.

 

Para hacerlos,

han clonado a las piedras.

 

Cuando miran a un niño,

no lo ven.

 

Ven un bulto de andrajos,

unas moscas molestas,

unas llagas que nunca cicatrizan,

y oyen ese quejido monocorde que se parece al llanto,

a un llanto sordo,

áspero,

inaguantable...

 

Deberán encontrar a un flautista que los guíe hacia el borde del precipicio

y termine con ellos como lo hizo con aquellas ratas...

 

Los niños tienen miedo.

 

Se toman de las manos.

 

Se apretujan.

 

No quieren inyecciones ni escafandras.

 

Máscaras parecidas al diablo.

 

Huesitos que la piel apenas tapa.

 

Y miedo,

mucho miedo.

 

No miedo de las fieras de afilados colmillos,

ni del diluvio,

ni del terremoto...

 

Los niños tienen miedo de la camisa bien planchada,

de los gemelos de oro,

de la sonrisa de dientes perfectos con la que estos señores

leen los titulares de los diarios

y los discursos en los que la palabra libertad está marcada con resaltador amarillo...

 

Y también tienen miedo de salir en las fotos que darán la vuelta al mundo

mostrando su desesperación o sus tripas desparramadas por el suelo...

porque han oído,

alguna vez,

y no lo han olvidado...

que las fotos te roban el alma...

 


SOBRAN ARMAS

por Poldy Bird 

Si no lo digo

mis palabras se volverán grises.

Si me lo callo

el corazón se cerrará con llave,

ramos de sol se apagarán al viento,

y el mundo explotará si lo silencio.

Hay que desactivar

el llanto, la ignorancia,

la nave con plutonio,

los negociados con el hambre,

la inmutable indiferencia

frente a lo que no tiene conocida marca.

Hay que nombrar al niño,

a los millones de niños

que antes de dejar la niñez

se vuelven viejos.

Panzas con hambre,

huesos deformados

de tanto trabajar.

Hay que desactivar

la ambición que destruye la esperanza.

Está faltando amor.

Está faltando pan...

¡y sobran armas!

(*) Crónica y Análisis publica estos poemas por gentileza de su POLDY BIRD  Escritora que en 1969 publicó "Cuentos para Verónica", que ya va por la 74º edición. Este año Nacida en Paraná, Entre Ríos publicó poemas y colaboraciones en diversos diarios y revistas argentinos y del exterior, y se destacó en la producción de libros destinados a chicos y jóvenes. Entre sus obras se encuentran “Cuentos para Verónica”,  publicado en 1969 que ya va por la 74º edición,  “Cuentos par la Boca", “Nuevos cuentos para Verónica”. Este añoaparecio su libro 20 "MORIR ENTRE TUS BRAZOS-2

https://avefenix.fullblog.com.ar/la-vida-es-hermosa-poldy-bird3-relatos.html

 

 

El saquito roto

Un cuento de Poldy Bird

 

Se llamaba María Isabel, pero le decían «Nacha», no sabía por qué, y tampoco le importaba. Como tampoco le importaba que los chicos del caserío le gritaran: ¡Nachacucaracha! o el almacenero le pidiera la plata antes de darle la botella de vino. Lo único que verdaderamente le importaba era salir de la casilla de madera y chapa, tan oscura, tan húmeda, con esa sola ventanita demasiado alta que le impedía mirar hacia afuera. Salir de la casilla y buscar piedras redondas y flores amarillas en el yuyal junto a las vías del ferrocarril. Allí estaba enterrado Panchito, el caracol. ¡Saca de acá esa inmundicia! Le había gritado la abuela cuando ella lo puso sobre la mesa y su padre de un manotazo lo dejó triturado, tan lindo que era con sus cuernitos mojados y su casa lisa, como cáscara de huevo. Casi todos los días Nacha ponía flores silvestres sobre la diminuta tumba marcada con una madera. Después se iba a mirar cómo trabajaban los hombres que arreglaban el puente. Ellos tenían cascos amarillos y brazos musculosos, ellos almorzaban asado y muchos mediodía le daban un pedazo de carne sobre un trozo de pan. -¡Toma, para que te terminen de crecer los dientes, y no parezcas una vieja desdentada! bromeaban. Y Nacha se reía, se reía, encogiendo sus hombritos flacos. Como garuaba se puso el saquito roto, no fuera a ser que se le arruinara el pullover que le había dejado la visitadora social. Siempre le había quedado grande, y aunque hacía tiempo que lo tenía, todavía le llegaba hasta el borde de la pollera. Un chalequito gris con agujeros en los codos y manchas que no salían a pesar de los fregados. Se limpió los mocos con una manga y salió, escabulléndose de su abuela, que mateaba mientras sus ojos, distraídos, perseguían un sueño, o quizás nada. En los charcos formados durante la noche se mojó las zapatillas. Sintió un escalofrío en todo el cuerpo, el mismo que la sacudía cuando regresaba de su vagabundeo y estaba su madre esperándola con los brazos en jarra y los ojos furiosos. -¡Mocosa callejera, en vez de quedarse a ayudar a la abuela, y mírese la pinta, roñosa! Me mato trabajando para que sea gente y lo único que sabe es escaparse. En cinco casas lavé y planché hoy... En cinco casas para que el vago de su padre se lo tome en tinto y la vaga de mi hija ande por ahí como perrito perdido. Yo, a los siete años prendía el fuego, cocinaba, bombeaba agua, limpiaba la casa y cuidaba a mis hermanos más chicos. Y allí nomás le llovían los golpes en las mejillas, en la cabeza, en el traste... -Hasta que me cansé y me mandé mudar, porquerías todos. La abuela la sacaba de las manos... ¡Basta, basta, te ensañás con la chica! -¡Estoy tan cansada, tan cansada! Esta vaga, igualita al padre... -Tené paciencia, la Nacha no es mala... -Hace cosas de chicos. El Juan no tiene suerte, ya va a encontrar algún trabajo en firme... Yo te entiendo, claro que te entiendo... si no tuviera las piernas enfermas, claro que te ayudaría, pero qué se le va a hacer. Nacha se paró junto a las vías. Los trenes pasaban despacito por la cuestión del puente. A veces se quedaban parados un rato allí, y ella miraba las caras de la gente a través de los vidrios de las ventanillas. Casi nadie, reparaba en su presencia. Pero esa mañana, sí, una señorita muy linda se asomó, le hizo señas y le tendió un billete de cien pesos. -Toma, para que compres caramelos... Un hombre de corbata, un poco más atrás, le alcanzó unas monedas. Nacha se puso a caminar a lo largo del vagón y muchos otros le entregaron dinero. Era la primera vez que le ocurría. ¡Qué gente buena!, pensó. Cuando el tren echó a andar y se perdió a lo lejos, Nacha reía, saltaba en dos pies, en un pie, daba vueltas como una marioneta. Apretó las monedas y los billetes con sus manitas amoratadas por el frío y corrió hasta la casilla. -¡Mira abuela, me lo dieron del tren!... Mira... seguía riendo, mojada, desdentada, mientras se quitaba las zapatillas y la abuela contaba el tesoro... -Trescientos pesos, Nacha, qué bien. Otras veces paró el tren y no dieron nada... ¿vos pediste? -No, no pedí. Miré nomás. -Vení para acá. Déjame ver… déjame ver... pero claro, si es ese saquito roto. Desde mañana telo vas a poner todos los días y te vas a quedar junto a la vía, esperando que pare algún tren. Míralos bien a los de adentro, sabes? Y si no te sueltan nada, vos estiras la mano para que se den cuenta. ¿Entendiste? Así tu madre... se pone contenta... y no te pega más... ni piensa en irse y dejarnos solos... ¿me entendiste? Nacha no tiene tiempo de juntar flores amarillas para la tumba de Panchito. Tampoco tiene tiempo de hacer los deberes, que le dan en la escuela; la visitadora social dijo que si no la mandaban a la escuela podían ir presos. Ni bien se quita el guardapolvo, dudosamente blanco que le dio la Cooperadora, la abuela le pone el saquito roto y la manda a las vías, a esperar los trenes, que paran... Hasta que anochece, Nacha se queda allí, estirando la mano, poniéndose en puntas de pie para golpear con sus nudillos, los vidrios bajos de las ventanillas, y avisarle a la gente que ahí está ella. Se aburre, se cansa mucho y le duelen las piernas flacas.... “Hay que aprovechar ahora, porque pronto van a terminar el puente y los trenes no se detendrán más”, dijo su padre. Nacha sueña de noche con trenes que la persiguen, con trenes larguísimos que pasan junto a ella sin detenerse y se despierta con la frente mojada de sudor. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que su madre ya no se pone contenta con lo que le lleva, le parece poco, le grita igual que antes, le pega igual que antes y no quiere que se saque saquito roto, de encima ese, por cuyos agujeras le entra todo el frío del invierno y se le escapa toda la maravilla de la infancia. (*)De la Rev. Mía.

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alberto contador
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